Los riesgos de cooperar con el Partido Comunista chino
El arte de hacer amigos
Juan Pablo Cardenal

Juan Pablo Cardenal

Periodista e investigador especializado en la internacionalización de China. Coautor de «La silenciosa conquista china» (Crítica, 2011) y de «La imparable conquista china» (Crítica, 2015). Investigador asociado del Centro para la Apertura y Desarrollo de América Latina (CADAL).

La turbulenta cumbre bilateral celebrada en marzo de 2021 en Alaska entre China y Estados Unidos, la primera cita entre ambos desde la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, ocultó detrás del rifirrafe diplomático entre ambos un detalle cargado de simbolismo que, sin embargo, pasó mayormente desapercibido en los medios de comunicación y en la opinión pública internacionales.

El protagonista de la trifulca en el lado chino, quien no dudó en cuestionar —en un tono áspero— la salud de la democracia y la situación de los derechos humanos en Estados Unidos, además de defender a capa y espada el modelo autoritario chino, fue Yang Jiechi, presentado como el top diplomat al frente de la delegación de Pekín.

Esta etiqueta genérica nació probablemente de la confusión que provocó que Wang Yi, el ministro de Asuntos Exteriores, estuviera también presente en Anchorage pero no encabezara la representación. Yang Jiechi, educado en el Reino Unido y exembajador en Estados Unidos a principios de siglo, es considerado como uno de los arquitectos de la política exterior contemporánea de China. Ejerce además como director general de la Comisión Central de Política Exterior, órgano que en el pasado estuvo bajo control del Estado pero que hoy depende del Comité Central del Partido Comunista. Integrado por un restringido grupo de dirigentes chinos con Xi Jinping a la cabeza, su función es supervisar y mover los hilos del complejo engranaje de asuntos exteriores de China.

Es el Partido Comunista chino, y no el Estado, el que guía, dirige y ejecuta la agenda y la política exterior de China.

Su comparecencia visibilizó no solo algo ya sabido, la superior jerarquía del Partido Comunista (PCCh) sobre el Estado chino, sino también algo no siempre evidente para los interlocutores políticos de China en el extranjero: que es el PCCh, y no el Estado, el que guía, dirige y ejecuta la agenda y la política exterior de China. Ello no impidió que causara sorpresa que la delegación estadounidense, liderada por el secretario de Estado, Antony Blinken, cediera a la ortodoxia del protocolo diplomático y aceptara que un miembro del Buró Político, el máximo órgano de poder en China, y no un representante del Estado, capitaneara la delegación del país asiático en la cumbre. No es difícil ver en la renuncia protocolaria de Washington una victoria moral para Pekín en términos de legitimación del PCCh.

Sirva el anterior episodio para apuntar que el aval concedido por Estados Unidos no es distinto al que, desde hace décadas, los partidos políticos latinoamericanos llevan otorgando al régimen chino luego de haber construido una relación estrecha, en algunos casos incluso simbiótica, con el PCCh. Además de los innumerables encuentros oficiados entre representantes institucionales de China y de los países latinoamericanos, a los que hay que sumar los celebrados con entidades más periféricas en la estructura estatal china aunque igualmente influyentes —entre ellas, las asociaciones de amistad—, Pekín juzga valioso cultivar los vínculos con los partidos políticos de la región, sin importar el posicionamiento ideológico cada uno de ellos. Estos lazos interpartidistas son parte de la diplomacia total el gigante asiático.

Pekín juzga valioso cultivar los vínculos con los partidos políticos de la región, sin importar el posicionamiento ideológico cada uno de ellos.

Ello explica que el PCCh organice unas cuatrocientas actividades al año con formaciones extranjeras y que, en los últimos veinte años, haya mantenido al menos 326 encuentros exclusivos con sus homólogos de América Latina. Esta es una cifra de mínimos, pues su principal fuente es el propio Departamento Internacional del PCCh, cuya web no recoge la totalidad de las audiencias celebradas. Pero sí es un guarismo suficientemente significativo como para deducir que la formación comunista, en tanto que principal promotora de la relación interpartidista, alcanza los objetivos que con ellos se propone. Entre otros, monopolizar el discurso de la China actual, legitimar internacionalmente al PCCh o apoyar los intereses de China en política exterior.

También busca establecer relaciones personales con los representantes políticos y ampliar la red de aliados que China teje por toda la región en el contexto de su programa de captación de las élites, desde las políticas y académica hasta las económicas y mediáticas. Con ello, logra cultivar una relación de cercanía, que el lenguaje político de Pekín envuelve en una seductora narrativa de amistad, con personas próximas a quienes en cada país toman las decisiones. Quien pone la primera piedra de esa relación es generalmente el PCCh, bien a través de visitas de delegaciones comunistas a América Latina o con la organización de eventos perfectamente tematizados, ya sea en torno al proyecto de la Franja y la Ruta, al supuesto éxito de Pekín en la erradicación de la pobreza o —en el último año— a la gestión comunista del covid-19.

Pero, con diferencia, lo que mejor funciona para atraer a los representantes de los partidos políticos regionales son las invitaciones periódicas del PCCh para visitar China con todos los gastos pagados. Muchos visitan China por primera vez, o lo hacen sin un conocimiento cabal para entender la realidad detrás del telón de bambú: su historia, su sistema de partido único o su capitalismo de Estado. Por tanto, ocurre con frecuencia que la legendaria hospitalidad china, la vibrante atmósfera comercial que se respira en China, los rascacielos de neón, las impresionantes infraestructuras, la enigmática cultura china y el relato —convenientemente destilado— de la transición desde el maoísmo a segunda potencia económica del planeta tienen efectos hipnóticos sobre muchos de sus huéspedes extranjeros. Se convierten así en aliados de Pekín.

Y en peones de su estrategia, pues en sus propios países asumen el rol de embajadores de facto de todo aquello que para Pekín es importante y que defiende el PCCh. Quizá con los partidos políticos situados más a la izquierda en el arco ideológico, entre ellos los partidos comunistas latinoamericanos, comparten afinidad ideológica y política en cuanto a lo que el socialismo con características chinas y el PCCh representan. Pero los partidos de centroderecha regionales que no dudan en estrechar los lazos y la cooperación con la formación comunista, y que creen —quizá alegremente— que no arriesgan capital político por vincularse a un partido iliberal y autoritario situado en sus antípodas ideológicas, deben saber que dicho nexo no es exactamente inocuo.

Por lo pronto, no es difícil concluir que quienes se prestan a iniciativas de esta naturaleza con frecuencia quedan atrapados en la telaraña de la propaganda del PCCh. Así ocurrió —por ejemplo— a finales de 2017, cuando más de 300 representantes de partidos políticos de 120 países, incluidos latinoamericanos, fueron invitados por el PCCh a una cumbre partidista en Pekín y, a la conclusión del evento, estamparon su firma detrás de una aduladora y propagandística declaración conjunta: «Elogiamos el enorme esfuerzo y la gran contribución del PCCh y de su líder, Xi Jinping, para construir una comunidad para un futuro compartido y un mundo pacífico», rezaba el comunicado. En abril de 2020, en pleno desconcierto por los estragos de la pandemia y con China en el punto de mira por su supuesta responsabilidad, el PCCh impulsó una declaración conjunta de partidos políticos para promover la cooperación internacional pero cuyo principal propósito era incidir en la «actitud abierta, transparente y responsable» de China. Según los medios oficiales chinos, fue apoyada por 240 formaciones políticas de 110 países.

Adhesiones de esta índole sirven para promover la equivalencia moral del PCCh con las democracias, generar un consenso global a favor del régimen chino y contrarrestar a quienes ven con reservas la creciente influencia internacional del gigante asiático. Semejante legitimación del autoritarismo chino se antoja un desliz que ningún partido democrático se debería permitir, de entrada, por la propia deriva del régimen chino desde la llegada de Xi Jinping al poder en 2013 y, más recientemente, con la represión en la región musulmana de Xinjiang o en la antigua colonia de Hong Kong. Si durante décadas predominó la esperanza de que China iría democratizándose a medida que fuese desarrollándose, hoy resulta obvio que debemos ir abandonando esta idea. Es una circunstancia a la que los partidos democráticos de la región no deberían sustraerse.

No solo es cuestión de que todo partido democrático deba defender —por congruencia ideológica elemental— lo que es moralmente correcto y no aceptar puntos intermedios entre el autoritarismo y la democracia. Es también que la normalización de los encuentros, diálogos, visitas, adhesiones, elogios y cooperación con el PCCh conlleva una tácita depreciación —por comparación— de los principios y valores democráticos universales que estas formaciones dicen suscribir. En una época de creciente insatisfacción con la democracia en América Latina, a la que se suma la crisis de representación de los partidos y una corrupción política galopante, los gestos de camaradería, complicidad y apoyo hacia el autoritarismo de Pekín solo contribuyen a comprometer su propia credibilidad. Marcar territorio democrático es un compromiso inherente de cualquier partido liberal que se precie.

Esto es importante en el contexto de cómo el modelo chino, que combina autoritarismo político y capitalismo de Estado, es percibido por ciertas élites en América Latina y en otras regiones, principalmente en el mundo en desarrollo. Un modelo del que se destaca su eficacia para sacar a cientos de millones de personas de la pobreza y que ha permitido a China convertirse en la segunda potencia económica del planeta. Pero, ya que esta visión un tanto estereotipada tiene muchos matices y enfatiza únicamente la cara amable del llamado milagro chino, esas élites políticas regionales serían quizá más consecuentes con lo que representan si se replantearan la homologación —tácita o expresa— que hacen del modelo autoritario chino. Sobre todo, porque ese modelo de desarrollo sin contrapesos, participación, transparencia y libertad del que se destaca solo su eficacia, no es necesariamente mejor.

En una época de creciente insatisfacción con la democracia en América Latina, […] los gestos de camaradería, complicidad y apoyo hacia el autoritarismo de Pekín solo contribuyen a comprometer su propia credibilidad.

Es justamente este discurso, aunque adaptado a las distintas audiencias políticas, el que el PCCh divulga —subliminal o abiertamente, según los casos— en sus encuentros y eventos con sus interlocutores partidistas latinoamericanos. Xi Jinping marcó el camino en 2017: «El socialismo con características chinas abre un camino nuevo para la modernización de otros países en desarrollo», declaró. Tres años después, en medio del desconcierto en las principales democracias occidentales por la gestión de la pandemia y con Pekín cantando victoria por lo que sus autoridades describen como una gestión modélica de la crisis, el PCCh no oculta ya su convicción de la superioridad de los valores comunistas. Así quedó reflejado en tantos encuentros políticos virtuales celebrados con sus homólogos latinoamericanos durante la pandemia. Y así lo constató también Yang Jiechi, el hombre fuerte de la diplomacia china, en Alaska.

No sabemos qué réditos concretos obtienen de esos encuentros partidistas, tanto las formaciones de la región como el PCCh. Su seguimiento y evaluación son complejos por su naturaleza aparentemente protocolaria y por el secretismo que los rodea. Pero podemos deducir que los líderes comunistas ponen énfasis en transmitir su visión de China y su rol en el mundo, al objeto de quesusinterlocutoresentiendanyrespeten los intereses y valores que para el régimen comunista son importantes: desde la inquebrantable unidad de China o su versión de las disputas de soberanía en el Mar de la China Meridional, hasta su visión del multilateralismo, el comercio mundial o los derechos humanos. En ese entorno más flexible e informal anticipan así los objetivos de la política exterior de China, mientras en clave económica asfaltan el terreno a sus empresas estatales. Los representantes de los partidos políticos, por su cercanía con los mandatarios nacionales, se convierten así en un valioso activo.

Los partidos políticos tienen ante sí la ocasión de defender, en ese entorno amistoso e informal de los encuentros partidistas, las virtudes democráticas y los valores que son importantes en las sociedades libres.

Lo que sí sabemos, por otro lado, es que, una vez establecido el vínculo personal con sus interlocutores políticos a través de encuentros, conferencias y viajes al país asiático, la contraparte china no duda en explotar a su favor la amistad labrada entre ellos. En especial, cuando el viento sopla en dirección contraria a los intereses chinos: «Nada es gratis, los chinos cobran peaje después», apunta Jaime Naranjo, diputado socialista de Chile. Según este político, el llamado turismo parlamentario a China supone para el régimen chino una inversión diplomática que pretende neutralizar cualquier crítica contra Pekín por su política interna, su violación de los derechos humanos o su forma de penetrar económicamente en el extranjero. «Cada vez que hay un proyecto de resolución contra China en el Congreso chileno, el embajador rápidamente llama a los parlamentarios. Y muchos de esos legisladores que fueron a China se abstienen o se ausentan de la votación», denuncia.

El peaje del que tan claramente habla el legislador chileno tiene varias formas de plasmarse. Pueden ser meras declaraciones de intenciones, desde secundar el multilateralismo que China promueve en las organizaciones internacionales hasta apoyar la Franja y la Ruta, el proyecto estrella de la diplomacia china. En ocasiones, son más sustantivas, por ejemplo, el mencionado respaldo a los manifiestos propagandísticos del PCCh, la adhesión pública al principio de una sola China o, como es el caso desde hace décadas en los países latinoamericanos que reconocen a Taiwán, su contribución para impulsar el reconocimiento de Pekín y aislar a Taipéi. Y, en otras, el peaje implica la total ausencia de críticas al régimen chino no solo con respecto a su situación doméstica, sino también en cuanto a los efectos negativos de sus inversiones en los países receptores o en relación con actuaciones de China que les afectan. La supuesta responsabilidad de China en la pandemia del covid-19 es buen ejemplo.

Al silencio que China logra imponer a sus interlocutores políticos extranjeros gracias a su diplomacia total, incluida la relación interpartidista, no es ajena la percepción del mundo político y económico latinoamericano de que China es irremplazable como fuente de oportunidades. Y más aún: que para que el comercio, las inversiones, los préstamos y los negocios fructifiquen, es requisito indispensable que el clima político sea el óptimo para Pekín, lo que implica —ante el temor a represalias comerciales— que sean las autoridades comunistas las que marquen el rumbo y los términos de la relación. Una relación que, con frecuencia, deriva en desigual, en el pago de un precio político y en ausencia de crítica, cuando no en pleitesía. Ello sirve para consolidar la relación asimétrica que muchos países de la región ya padecen con China.

Por todo lo expuesto, China representa para el resto del mundo un desafío mayúsculo también en términos políticos. De ahí que los partidos políticos de América Latina, en especial, los que se jactan de ser y ejercen de democráticos, deberían abstenerse de contribuir. Del mismo modo que sería deseable que los gobiernos evitaran compartimentar el trato con el gigante asiático para que la economía, las oportunidades y el pragmatismo sean el eje principal de la relación, los partidos políticos tienen ante sí la ocasión de defender, en ese entorno amistoso e informal de los encuentros partidistas, las virtudes democráticas y los valores que son importantes en las sociedades libres. No solo es su obligación. Los partidos políticos no pueden pensar que el autoritarismo chino no nos afecta.